miércoles, 23 de noviembre de 2011

Mapiripán y la construcción de Estado

La narrativa de la masacre de Mapiripán, desde que fue ejecutada en julio de 1997 hasta el escándalo que hoy la ha traído a colación, el fraude como víctima en un proceso judicial realizado por la señora Mariela Contreras, puede dar luces sobre los desafíos que cualquier país, incluida Colombia, debe seguir para la construcción de Estado.

Esta masacre dejó al desnudo la ausencia básica y completa del Estado y su imposibilidad de ejercer un efectivo control territorial sobre su geografía física. Gran parte de sus tierras eran, no territorio de nadie, sino de guerrillas, paramilitares y crimen organizado. Esta situación se ha venido revirtiendo, especialmente desde el año 2002. No obstante, los efectivos del Estado no han llegado a controlar en 100% la situación, asunto que se ve reflejado en las críticas situaciones de orden público en departamentos como el Arauca y Cauca, además de ciertos sectores de las más importantes aglomeraciones urbanas del país. De hecho, no es cierto y serio esperar una situación perfecta debido a nuestra geografía quebrada y selvática y al negocio del narcotráfico, pero si resulta posible obtener una situación caracterizada por la estabilidad suficiente que permita el desarrollo activo y vibrante de nuestra sociedad con su respectiva vida económica, política y cultural.

Más o menos superado el aspecto del control del territorio, el escándalo actual pone de manifiesto lo mucho que queda por hacer en lo referente a impartir justicia. A un Estado maduro en esta tarea esencial de su existir, no le habrían metido este gol, por lo menos no de una manera tan sencilla como la historia de la señora Contreras lo atestigua. Al día de hoy existen varias versiones sobre lo que pasó exactamente en Mapiripán. SIN EMBARGO no pone ni por un instante en duda la existencia de una bestial masacre. Sí se empeña en llamar la atención de la incapacidad del aparato nacional de justicia para contarle, no sólo a las víctimas o a la comunidad internacional, sino al país, cómo sucedieron los acontecimientos dados en el sur del Meta.

Mapiripán refleja la torpeza de la justicia colombiana como un todo. Si ésta no puede esclarecer y por lo tanto señalar, juzgar y condenar a los responsables de este tipo de atrocidades, no se puede esperar que haga lo mismo en casos que no son tan estridentes como los casos judiciales alrededor de la vida comercial, laboral, familiar, civil y demás. Por supuesto que el Estado ha llevado reformas, ha aumentado presupuestos, ha designado mayores recursos humanos, pero de estas iniciativas no se percibe un sentido y apropiación estratégica del tema, por parte de la Nación y de la sociedad.

Ya se ha mencionado. Los profesores y los médicos son fundamentales en la vida y consolidación del Estado, pero para que sean altamente efectivos en ello, antes otras instituciones y entidades deben afianzarse. Los militares y los policías deben proveer seguridad a través del control territorial y lo que se deriva de éste. Los jueces y los fiscales, es decir los investigadores, son cruciales para construir un Estado moderno con serias aspiraciones, tanto al interior como hacia el exterior, al ser los garantes de los contratos y la ley y los deberes y derechos que de estos se desprenden.

Mapiripán debe ser tomado como un estudio de caso de lo que no debe ser la justicia colombiana. Los fiscales si acaso fueron y no investigaron ni esclarecieron los hechos de punta a punta. Los jueces no sentenciaron a su debido tiempo y tampoco azuzaron a los fiscales para que hicieran la tarea. Mapiripán no es la excepción. Millones, no miles, de demandas se acumulan todos los años en los despachos judiciales. Como el tema de la educación, esto no es sólo cuestión de dinero. Se necesitan reglas acorde a la realidad y eficientes, funcionarios comprometidos, competentes y bajo la observación continua de la opinión pública y el mismo Estado y es necesaria también la tecnología.

Como bien se puede apreciar, se necesita para la justicia todo lo que representaron para la seguridad la Política de Seguridad Democrática, el Plan Colombia, los impuestos al patrimonio y, porqué no, marchas como las del 4 de febrero de 2008. Es, quizás, el auténtico desafío que debe abordar decididamente Colombia en la siguiente década.

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